LA BATALLA POR EL SALARIO MÍNIMO EN EE UU
THE BATTLE FOR MINIMUM SALARY IN THE US
JEAN BATOU
Jueves 20 de marzo de 2014
Un salario mínimo de 15
dólares la hora (10,8 euros; actualmente es de 7,25 dólares a escala federal y
oscila entre este importe y el tope de 9,30 dólares según el Estado) es ahora
una de las reivindicaciones más populares en EE UU. La movilización en torno a
este objetivo la iniciaron los working
poor (“pobres con trabajo”)
de los establecimientos de comida rápida y de las grandes superficies y
encontró un amplio eco en el seno del movimiento Occupy. Ahora la secundan en
gran medida los sindicatos, hasta el punto de que el presidente Obama se ha
declarado a favor de un compromiso en la cifra de 10,10 dólares para los
empleados del sector público.
Al comienzo del siglo
XX, cuando quedó derrotada la izquierda sindical y se impuso el sindicalismo
corporativo, sobre todo en la construcción, la defensa se centró ante todo en
los salarios de los profesionales cualificados. Todo esto comenzó a cambiar con
la aparición del Congress of Industrial Organizations (CIO) en la década de
1930, con la idea de organizar a la masa de trabajadores y trabajadoras
mediante la resistencia al dumping salarial. El cambio se produjo en la
industria del automóvil, donde los mecánicos, electricistas, etc. tenían
organizaciones separadas y donde se impuso la idea de un sindicalismo de ramo.
Esta perspectiva ya se había planteado a finales del siglo XIX entre los
mineros y los ferroviarios, especialmente bajo la dirección de Eugene Debs, que
se reclamaba del socialismo. Sin embargo, estos sectores sufrieron una
importante derrota en Chicago en 1894. El sindicalismo de ramo tardará así
cuatro décadas en implantarse y dominar el mundo del trabajo, entre mediados de
la década de 1930 y mediados de la de 1950. Fue en ese periodo, concretamente
en 1938, cuando se introdujo el salario mínimo, tanto gracias a la movilización
de los trabajadores como en virtud de la legislación social del New Deal.
BIG LABOR CONTRA EL SALARIO MÍNIMO
Durante este periodo, EE
UU vivieron bajo el signo de Big
Labor: los patronos aceptaban entablar negociaciones colectivas con la
burocracia sindical a cambio de la expulsión de la izquierda socialista y
comunista y de la libertad de acción de las empresas para incrementar la
productividad y debilitar la presencia sindical en los lugares de trabajo. En
recompensa, el nivel de vida de los trabajadores y trabajadoras mejoraba y las
grandes industrias –automóvil, acero, carbón, etc.– fijaban un umbral mínimo
para los no afiliados; al mismo tiempo, grandes empresas como Xerox, IBM, etc.,
podían deshacerse de los sindicatos si aceptaban esos niveles mínimos. De este
modo, EE UU experimentó una indudable mejora de los salarios reales, a pesar de
la persistencia de importantes desigualdades a expensas de los afroamericanos y
las mujeres. Así, hacia finales de la década de 1960, el salario mínimo era
superior (un 40 % en términos reales) que el que se paga actualmente, lo que
permitió a los sectores más frágiles de la clase obrera beneficiarse de las
ganancias de los años dorados del capitalismo estadounidense, a pesar de que la
agricultura, la hostelería y el trabajo doméstico siempre hayan estado
excluidos del salario mínimo.
En estas condiciones,
los sectores dirigentes del CIO (AFL-CIO a partir de 1955) no han pretendido
nunca dar prioridad al establecimiento de un salario mínimo legal, por mucho
que el contexto de las movilizaciones sociales por los derechos civiles y las
reformas sociales de los gobiernos de Kennedy y Johnson –encaminadas a reforzar
la base de apoyo popular del Partido Demócrata, respondiendo a la presión
creciente del mundo del trabajo– ofrecieran oportunidades en este sentido, en
particular por el acercamiento entre la burocracia sindical y el gobierno
federal. Es en esa época en que se habló de la colaboración del Big Government del Big
Buisness y del Big Labor. De ahí que el
declive del salario mínimo en términos reales se iniciara a finales de los años
sesenta.
En 1996, un año después
de ser elegido a la cabeza de la AFL-CIO, John Sweeney escribió un panfleto
titulado America Needs a Raise (EE UU necesita un aumento), que marca
un cambio de política de los sindicatos. Sus predecesores se habían opuesto
hasta entonces a la Earned
Income Tax Credit (EITC),
introducida en la década de 1970 y que preveía ventajas fiscales para los
trabajadores y trabajadoras de salarios bajos, lo que equivalía de hecho a una
subvención indirecta del Estado a las empresas. Así, Walmart o McDonalds
pudieron seguir pagando salarios de miseria, mientras que los demás
contribuyentes sufragaban la devolución de una parte de los impuestos a los
trabajadores de esas empresas, aparte de las ayudas sociales a que tenían
derecho. Ahora, este mecanismo ya no se sostiene debido al número creciente de
los working poor.
SE ACABÓ EL “SUEÑO
AMERICANO” DEL EMPLEO
Los dirigentes
sindicales pasaron entonces a alegar lo siguiente: somos más débiles que antes,
hemos sufrido una derrota con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(NAFTA, 1994), perdemos afiliados en el automóvil, la siderurgia, etc. y ya no
podemos pensar en regular el mercado de trabajo como cuando organizábamos al 25
o 30 % de los asalariados. Sin embargo, ¿cómo puede sobrevivir una burocracia
sindical que busca un marco de entendimiento entre el trabajo y el capital,
pero a la que los patronos ya no quieren hacer concesiones? Para ello, tratará
de reconstruir una línea de defensa procurando organizar el sector de los
servicios (Sweeney venía de ese sector), que no son tan fáciles de
deslocalizar, y a los inmigrantes (aunque solo sea con el fin de mantener las
cotizaciones necesarias para mantener el aparato). Para ganarse a estos nuevos
sectores, contratará una nueva generación de liberados, en muchos casos
procedentes de la izquierda estudiantil de los años setenta, jóvenes
entusiastas, sinceros, comprometidos, dispuestos a hacer horas extras no
retribuidas.
Para Sweeney, lo que ya
no era posible conseguir mediante la negociación colectiva había que tratar de
obtenerlo políticamente, apostando por una intervención más fuerte en el
terreno electoral con la baza del peso numérico de la clase obrera. Por tanto,
no se trataba de hacer política para apoyar la organización y las
movilizaciones en los lugares de trabajo, sino de sustituir en gran medida la
lucha sindical por la lucha política. En realidad, la AFL-CIO había renunciado
a defender “el sueño americano del empleo”: trabajar duramente en la gran
industria, conseguir aumentos salariales, tener derecho a una pensión de
jubilación digna, poseer una pequeña cabaña en el bosque o incluso una barquita
para ir a pescar el fin de semana…
Las derrotas de las
décadas de 1980 y 1990 ya no permitían creer en esta perspectiva, a pesar de
las importantes huelgas del sector del automóvil, a finales de los años
noventa, en especial para impedir la salida de las máquinas de Flint (Michigan)
–que había sido el foco principal de las grandes luchas de la década de 1930–,
pero que no lograron evitar el cierre de fábricas y los despidos masivos en
General Motors. Asimismo, la huelga general [de 1997] en UPS, principal
multinacional de paquetería, cuyo lema era “La América a jornada parcial no
funciona”, no consiguió su objetivo: los salarios estaban congelados en 8,30
dólares la hora desde 1986, y el personal no obtuvo más que un aumento de 50
céntimos, lo que explica la explosión de beneficios y la diversificación de las
actividades de esta empresa. Este atolladero permite comprender el giro más
reciente de los sindicatos a favor del salario mínimo.
DESCENSO DE LOS SALARIOS
Desde 1997 hasta hoy,
los salarios de los nuevos contratados en la industria automovilística han
descendido un 40 % (50 a 60 % si se tienen en cuenta las primas y ventajas
suprimidas), mientras que los salarios de los más antiguos están congelados en
17 dólares la hora, teniendo en cuenta la inflación. En los sectores sindicados
se asiste a la implantación de salarios diferenciados, que globalmente están
congelados. Los convenios distinguen entre una categoría de nuevos contratados
con salarios bajos y derechos sindicales muy cercenados. Este proceso se ha
acelerado desde el comienzo de la recesión, en 2007-2008. De ahí que el salario
mínimo aparezca claramente como un umbral absolutamente indispensable.
Durante las
movilizaciones de Occupy Streets, los sindicatos
hicieron algunas cosas buenas que un par de años antes seguro que no habrían
hecho. En la mayoría de los casos interpretaron el movimiento como una
expresión de la rabia de los trabajadores y trabajadoras jóvenes a la que había
que apoyar. De hecho, en aquellas manifestaciones participaron decenas de miles
de asalariados, en muchos casos sindicados (en Nueva York, las tasas de
afiliación son elevadas en los servicios públicos), con o sin el apoyo de su sindicato,
poniendo así de manifiesto la fuerza de una idea simple: el 99 % debe defender
sus intereses contra el 1 % que acumula la mayor parte de la riqueza. Los
sindicatos captaron el mensaje, aunque hayan ido más bien a la zaga del
movimiento en vez de organizarlo y a menudo lo hayan desviado hacia objetivos
electorales a corto plazo.
En el último congreso de
la AFL-CIO, en septiembre de 2013, la dirección sindical –cosa inimaginable en
tiempos de la guerra fría– renunció prácticamente a presentar el sindicato como
una organización de trabajadores y trabajadoras para defender una concepción
inclusiva de la organización, que tiende la mano a las grandes asociaciones de
afroamericanos, de mexicoamericanos, de ecologistas, y afirmar al mismo tiempo
que el centro de gravedad de la lucha ya no está en los lugares de producción.
De todos modos, hay algo que está mal asumido en todo esto: por ejemplo, los
sindicatos se movilizarán contra el racismo o la contaminación en algunos
lugares, pero al mismo tiempo defenderán la construcción del gasoducto Keystone
desde Canadá, con el argumento de que este proyecto faraónico genera empleo.
ÉXITOS PROMETEDORES
En Seattle, el apoyo
prestado por una parte de los sindicatos a la campaña de Kshama Sawant, la
primera candidata socialista –presentada por Socialist Alternative, un grupo
trotskista– en ser elegida, el pasado mes de noviembre, a la alcaldía de una
gran ciudad del país, se basó en la reivindicación de un salario mínimo de 15
dólares la hora, a la que se adhiere el principal sindicato del sector
servicios (SEIU). Conviene saber que el amplio apoyo prestado a esta
reivindicación germinó asimismo en el seno del movimiento Occupy, donde amplios
sectores obreros se dieron cuenta de que sus bajos salarios no se debían a carencias
personales o a la mala suerte, sino que eran consecuencia de una relación de
fuerzas sociales desfavorable. Obama supo aprovechar esta toma de conciencia
evocando las desigualdades sociales en su último informe sobre el estado de la
Unión: aunque él no defienda ningún programa social ni proponga ninguna
normativa legal al Congreso, apela a la buena voluntad de las empresas y se
pronuncia a favor de un salario mínimo de 10,10 dólares en el sector público.
Es una manera de colocar a los republicanos a la defensiva y de ganarse la
simpatía del movimiento sindical. Al tiempo que hace campaña por el salario
mínimo de 15 dólares y lanza referendos locales sobre el tema, la burocracia
sindical presionará sin duda a favor de una solución intermedia en el Congreso.
En un plano más
profundo, la reivindicación de un aumento del salario mínimo ha suscitado una
oleada de luchas en los establecimientos de comida rápida y las grandes
superficies. Sin embargo, para ganar, los sindicatos no pueden contentarse con
firmar un acuerdo, por ejemplo, con McDonalds. Es preciso que ese acuerdo
conduzca asimismo a la renegociación de los contratos del grupo con sus miles
de puntos de venta, gestionados por contratistas independientes, para que
puedan soportar los aumentos salariales. En este sentido, una experiencia
desarrollada en la cadena Taco Bell (especializada en “cocina mexicana”) ha
dado buenos resultados. En la pequeña localidad de Immokalee, en Florida, un
grupo de trabajadores y trabajadoras inmigrantes lanzó una campaña en los
puntos de venta de la cadena para exigir una mejora salarial, así como un
precio mejor por los tomates adquiridos de los agricultores de la región;
obtuvieron el apoyo de los estudiantes, que organizaron un boicot nacional
contra Taco Bell, creando así una amplia coalición en torno a estos objetivos.
Y finalmente han conseguido lo que se proponían, demostrando que es posible
ganar en las empresas buscando aliados.
16/03/2014
---------
Artículo escrito sobre
la base de una conversación mantenida el 11 de marzo de 2014 con Lee Sustar
(Chicago), miembro de la International Socialist Organization (ISO) y
responsable de la sección laboral de la página web Socialist Worker (Jean Batou).
==========
No hay comentarios:
Publicar un comentario